lunes, 4 de marzo de 2013

Shamsia, capítulo 1 (fragmento)

A los doce años vi a mi segundo tigre.

Estaba en un boliche bailable, con el resto de mi curso escolar, en pleno viaje de estudios de fin de primaria. En ese local oscuro, lleno de olor a humo artificial, oscuridad y luces de colores, Lucrecia me dijo, de muy malos modos, que no quería que fuésemos amigas, y que desapareciese para siempre de su vista. Le pregunté por qué, y me gruñó, como un animal acorralado. Fue a reunirse con su grupo de amigas, y yo me quedé allí sola, en el medio de una multitud, confundida y triste.

Fue en ese momento en el que, siguiendo un impulso desconocido, levanté la cabeza y lo vi.

Apoyado contra la baranda del balcón interior había un muchacho. Alto, de pelo corto, y con ropa que parecía más de calle que de fiesta. Intrigada, empecé a abrirme paso entre los empujones, los pisotones y los codazos de mis compañeros de clase, quienes sonreían con los ojos y la boca ante cada sonido de dolor que emitía. Salí lo más rápido que pude de la muchedumbre y me dirigí a las escaleras que llevaban al balcón interior, o entre piso, o como sea que se llamase, y empecé a buscar al muchacho.

Un destello de luz blanca hizo resaltar su palidez frente a una multitud de adolescentes bronceados, y la opacidad de su ropa frente al brillo de la de los demás. Me acerqué despacio, agradecida que allá arriba no hubiese ninguno de los compañeros de clase, descubriendo más detalles con cada destello de luz blanca.

Era alto, su corto pelo era castaño y sus ojos parecían verdes, o quizás fuese la sucesión de luces que se reflejaban en ellos. Llevaba una camiseta, un vaquero y zapatillas, y miraba a la multitud danzante del piso de abajo con aburrimiento y algo que me pareció un toque de tristeza. Me detuve a un metro y medio de él, aferrada a la baranda, sin dejar de mirarlo. Él giró su rostro hacia mí y me miró por un segundo, antes de empezar a girar la cabeza de nuevo hacia delante.

-Buenas noches- le dije.

Él se detuvo. Me miró de reojo, receloso. Sus ojos eran verdes, sí.

-¿Puedes verme?- me preguntó.

-Sí, puedo- respondí, sin saber de qué estaba hablando.

Entonces, desapareció.


En un destello de oscuridad, ya no estaba allí, y por más que miré hacia todos lados –el piso de abajo, las cercanías del balcón interior, las escaleras- no pude encontrarlo. Me quedé allí arriba hasta que uno de los coordinadores me gritó que bajase, que esa zona no estaba habilitada para nuestro grupo, y me fui a la barra. Pedí una gaseosa de naranja y me quedé allí sentada, mirando todo lo que estaba a mi alcance visual, buscando a ese misterioso muchacho.

Parecía haberse esfumado.


.-.


A la noche siguiente, todavía me sentía mal por lo que me había dicho Lucrecia, los golpes de la vez anterior me dolían y no tenía ganas de seguir con un grupo que me despreciaba, así que les dije a los coordinadores que no me sentía bien y que prefería quedarme. Los varones y algunas chicas vitorearon. No les presté atención, y volví a la pieza compartida apenas pude, en donde mis dos compañeras estaban vistiéndose para salir.

Me acosté en mi cama y me tapé la cara con la almohada, esperando que el ruido se fuese junto con ellas. Quizás me quedé dormida, o quizás sólo dormité, ya que la noción del tiempo se me hizo difusa y, cuando el tintineo me despertó, me sentía algo mejor, física y mentalmente. Era el tintineo de un cascabel, ese que los ratones le querían poner el gato, y de un gato era el cascabel.

Era un sonido suave y metálico, como el batir de las alas de una paloma de plata. Retiré las sábanas y las almohadas que estaban sobre mí y me acerqué, despacio, hacia el borde de la cama. El sonido provenía de la puerta, del lado de adentro, y al asomarme por sobre los pies de la cucheta vi a un gato negro, sentado sobre sus cuartos traseros, mirándome. El cascabel colgaba de un collar rojo, resaltando en su figura como una franja de amanecer que se había equivocado y había aparecido a la medianoche en el cielo.

El gato maulló una vez, y entonces se dio vuelta y atravesó la puerta, como un fantasma.

Por un segundo, no reaccioné.

Luego, seguí al gato.

Descalza, abrí la puerta, despacio, conteniendo las ganas de correr hacia el gato. El tintineo seguía allí, en la esquina que llevaba a las escaleras hacia el piso superior, y yo lo seguí, viendo de tanto en tanto al gato, que me miraba como animándome a seguirlo. Caminé por pasillos desiertos, escaleras vacías y pequeñas salitas comunes silenciosas, siguiendo a veces a la figura del gato, a veces al tintineo del cascabel. Y cuando al fin pude ver al gato sentado, frente a una puerta al final de una escalera, se dio la vuelta y atravesó esa puerta.

Sin aliento, me acerqué despacio, tomé el picaporte y abrí la puerta, despacio.

La noche era cálida.

En la terraza del edificio no corría viento, sino una ligera brisa que traía consigo el aroma de flores. El cielo estaba despejado, y a pesar de la contaminación lumínica, podía ver las estrellas del cielo, que se reflejaban en el pedazo de noche que era el cuerpo del gato negro. Confundida, observé cómo el gato caminaba, con calma, hacia la parte posterior de la caseta de las escaleras de la terraza, y yo lo seguí, intrigada. La felina figura desapareció, como la llama de una vela al apagarse, y a través de las volutas de brillante humo rojo pude ver una figura.

Era el muchacho.

El mismo que había visto en el boliche la noche anterior, y parecía sorprendido de verme.

Se giró, soltando una de sus manos de la reja de seguridad que rodeaba a la terraza, y me miró fijo, como estudiándome. Sus ojos eran verdes. Y al momento siguiente tomé conciencia que estaba descalza, despeinada y en un lugar al que los inquilinos no tenían permiso de acceder in permiso expreso.

-Buenas noches- dije, nerviosa.

Él no contestó.

-¿Has visto al gato?- pregunté.

-Gata.

-¿Qué?

-Es una gata.

-Oh- dije, sintiéndome tonta.

El muchacho pestañeó.

-Eres una niña- me dijo, sin moverse.

-Bueno, más o menos sí- le dije, sin entender.

Parecía que él estaba, de alguna fuera, fuera de lugar. Como si hubiese intercambiado sus ropas, esas que hablaban de su personalidad, por las que llevaba ahora, vaquero, remera y zapatillas. Parecía acercarse al punto medio entre los veinte y los treinta, pero la forma en la que se comportaba…

-¿Quién eres?

La pregunta salió de mis labios antes de poder darle forma en mi cerebro a las palabras.

-¿Por qué no te has ido con el resto?- preguntó, serio. No había dejado de mirarme a los ojos desde la primera vez que lo vi.

-No quería ir- respondí, recordando la escena con Lucrecia.

Le devolví la mirada, más curiosa que antes.

Y un tintineo rompió la noche.

Una estrella estaba bajando del cielo.

Sin poder apartarla mirada, observé cómo una estrella se movía hacia mí, como si fuese el velo de una bailarina. Se balanceaba y descendía despacio, con un brillo constante y rojo suave. Extendí las manos y la estrella aterrizó en mis palmas, dejando caer, como si estuviese bajo el agua, un cordel rojo, como si fuese un collar. La luz roja pronto se hizo más tenue, y pude ver lo que la estrella era: un cascabel.

Un cascabel triangular.

Estaba hecho de un material que no había visto nunca, cálido al tacto, dorado y con grabados de llamas. Como una taza de chocolate caliente en invierno, su calor entraba por mis palmas y dedos, bajaba por mis brazos, y entraba en mi corazón, llenándome de alegría. Esas tardes de domingo en invierno, con mamá haciendo galletitas caseras y papá contándome cuentos. Un pequeño Sol dentro de un espacio pequeño, con una luz tenue al principio, como una semilla con su primer brote sobre la tierra.

El muchacho dio un paso hacia atrás, chocando contra la reja y haciendo ruido. Levanté la mirada del cascabel y lo miré, preguntándome qué estaba sucediendo, por qué estaba él ahí, y por qué parecía que hubiese visto algo de otro mundo. Miraba alternativamente al cascabel y a mí, y su confusión era visible. Y su incredulidad. Cuando incliné la cabeza, confundida, él pareció recobrar su compostura.

-Mi nombre es Mauricio- dijo. Se dio la vuelta, agarrando la reja, se impulsó hacia arriba y saltó por sobre la baranda.

Corrí hacia el borde del edificio y me acerqué despacio, mirando hacia abajo y sin estar del todo segura si quería mirar o no. Sólo encontré la calle, la gente y los autos, y ni rastro de Mauricio. El cascabel tintineó despacio en la noche.

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