Mi madre y mi padre empezaron a leerme cuentos desde muy pequeña. Mamá, incluso, inventaba cuentos para contarme antes de ir a dormir. Cientos de páginas más tarde, me enseñaron a leer, ya que la semilla había crecido y dado frutos en mí, al punto que los perseguía por toda la casa con un libro en las manos al canto de "leme, leme, leme" (versión apurada de "léeme, léeme, léeme").
Aprendí rápido a leer. Durante las calurosas tardes de mi infancia, mis dos padres, sorprendidos ante el silencio reinante en mi habitación, se asomaban para verme leyendo. Y luego, mis abuelas me abrieron las puertas de los armarios en donde guardaban los libros y revistas que habían leído sus vástagos. Más tarde, me hice socia de la biblioteca local, y en la universidad empecé a leer libros virtuales.
Desde la primera vez que pude darle un significado a lo que leía, no me he apartado nunca de los libros, en especial, de aquéllos que encierran más que historias entre sus tapas.
Y la historia continúa.
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