Capítulo 3
Howard
Lo primero que hice fue agarrar las páginas
escaneadas, y fijarme si se parecían a las que veía ahí, antes de la parte en
inglés. Y sí, se parecían, pero no en lo que decían, sino en los logogramas que
usaban. Porque la historia de Gengi no había terminado cuando volvió derrotado,
sabiendo que esa nena... bueno, que el monstruo ese había matado a la nena.
Pero esta letra es diferente, y la tinta parece que es la misma que la parte en
inglés... Y no es tan fácil traducirlo.
Después de dos días sin identificar uno solo de los
logogramas, me di por vencido y pasé a la parte en inglés. Desde jardín de
infantes me lo habían enseñado, así que casi no tuve problemas. Parecía estar
en un escenario distinto, y el protagonista se llamaba Howard. Howie, le decían
las dos tías con las que vivía. Y parece que no hay otro niño por ahí en la
casa. La ambigüedad, eso que tiene un sabor parecido a algo pero no es ese
algo, o puede que sí, no estaba presente de la misma manera. Así que empecé a
traducir ese mismo día, anotando todo lo que podía.
Una vez más, el regente de la ciudad en la que he
vivido toda mi aburrida vida dijo que los monstruos horribles asechan tras los
muros. Que vampiros, hombres lobo y desahucios hipotecarios están a la vuelta
de la esquina, y que es mejor que seamos buena gente y saltemos cuando él chasquea
los dedos. Bodoque de grasa. Dos días atrás, estaba tan borracho en uno de sus
discursos kilométricos, que hasta el cura se veía avergonzado. El mismo cura
que no puede usar vino en la misa porque la escasez es para todos en la ciudad.
Mis tías insisten en tomar "todas las
precauciones necesarias" para protegernos de los terribles y horribles
vampiros. Ellas, que en otro tiempo y lugar podrían haber sido llamadas brujas,
ya que saben más que el común de las féminas en esta apestosa ciudad, tienen
miedo. Y yo estoy harto de eso. "Reza, Howie". "Howie, no salgas
de noche". "Howie, no hagas preguntas feas". "Howie, eso no
se dice". Por poco y me ponen una mordaza cuando salgo con una de ellas, o
con las dos.
El regente dijo que había habido ataques de vampiros
en la ciudad. Ataques de los que no se sabe más que rumores, y que por supuesto
que desapareció uno de los mendigos de la hermosa ciudad que habitamos,
Prosperidad. No vaya a ser que quien lo sufra sea una persona que todos
conozcan, y que puedan notar si estaba ahí antes de desaparecer. Dios, hombre
blanco y rubio de ojos celestes, como el regente, nos libre de semejante cosa.
Así que, por sentido común, dejé la ventana de mi
habitación abierta. No sin traba, sino abierta de par en par, e invité en voz
baja a cualquier vampiro que quisiese entrar. Que mis tías ya me han dicho que
no era bueno resaltar en épocas de crisis, pero no por eso iba a callarme ante
mí mismo. Que entrase cualquier vampiro que quisiera hacerlo: mi habitación no
estaba protegida por Dios y todos los Santos y Vírgenes. Siempre machacan a los
ateos, y aquí tenían una oportunidad para mostrar que de verdad existían, y que
no era un invento para asustar a un redil de gente que quería ser ovejas por
ignorancia y miedo.
Vamos, vampiros, aparezcan si existen.
-¿No falta alguien?- pregunté, al empezar de nuevo
el año escolar.
-Nadie- dijo César, mirando con envidia mi
chocolate -Al menos, nadie que valga la pena.
-A Miriam no la aceptaron para este año- dijo Mauro,
robándome un pedacito de mi chocolate con cincuenta por ciento de almendras,
antes que yo pudiera siquiera probarlo -Parece que siguió con sus tonterías y
la dirección les dijo que no la iban a aceptar.
-¿Eso es posible?
-No- dijo César, como un cerdo graznando -Por eso
te decimos que ya pasó, porque es imposible.
-Eso, o la empresa de su padre quebró- Mauro,
habiendo devorado el primer pedacito, fue a robarme otro. Puse mi chocolate
fuera de su alcance.
-Pídeme y te doy, hombre- le dije, mientras tomaba
un tercio del chocolate que quedaba y se lo daba -¿Cómo que quebró?
-O la vendieron, o lo obligaron a vender por un
precio bajísimo- dijo César -La cuestión es que ya no tienen suficiente para
ser de nuestra clase, y se fueron a un barrio lleno de guardapolvos blancos.
-¿Médicos?- pregunté, no tan ignorante como
pretendía.
-No, boludo, escuelas públicas.
-¿Y nadie sabe cómo está?
-¿Y qué importa?- miró con rabia a Mauro, que se
comía el chocolate como si estuviese teniendo un orgasmo, y le pegó un puñetazo
en el hombro -Dejá de hacer eso, tarado.
-Ooooooh, deliciosa azúcar...- dijo el aludido,
abrazándose y moviéndose de un lado al otro.
-¡Imbécil!- dijo César, y le volvió a pegar en el
hombro.
Esa noche hubo un "ataque".
Escuché, como en otras noches, a los Destripadores
correr en los techos, haciendo ruido para alertar a la población que allí
estaban, para salvar el día y a quienes pagaban los impuestos en tiempo y
forma, patrullando para luchar contra las fuerzas del mal. Como siempre, a las
dos de la mañana en verano, para que cuando el Sol volviese a salir, todos en
la ciudad pareciesen zombis por la falta de sueño. ¿Quién iba a poder dormir
después de eso?
Ni siquiera me digné a darme la vuelta y mirar
hacia la ventana: los pasos no se oían por allí, lo que significaba que los
Destripadores no estaban cerca, y quizás ni siquiera mirasen en dirección a mi
torre. Era una entre cientos, por lo general utilizada para habitaciones, y era
común que dejasen allí a las personas mayores o a los niños como yo.
De pronto, escuché un ruido sordo.
Unos pocos y pesados pasos se dirigieron hacia mí,
y cuando empecé a darme vuelta, una mano se posó sobre mi boca y presionó hacia
abajo, impidiéndome emitir sonido y haciendo que abriese los ojos, impactado.
Por las uñas que rozaban mi piel, más duras de lo que jamás imaginé que
criatura humanoide pudiese tener, supe que, quizás, sí había algo de lo que
alarmarse esa noche.
-Calla- me dijo en un inglés con acento extraño. Me
miró a los ojos de nuevo, unos ojos violetas que nunca había visto, y después
se escurrió bajo mi cama.
Demoré unos pocos segundos en reaccionar, o eso
quería decirme a mí mismo para convencerme. Cuando al fin puse los pies sobre
el piso de madera, corrí hacia una puerta trampa escondida bajo una alfombra, y
le indiqué al ser de ojos violetas que se escondiese allí.
No se movió.
-¿Quién eres?- le dije, exasperado y funcionando,
más que nada, a adrenalina -¿El monstruo de abajo de la cama? ¡Allí buscarán
primero!
Despacio, como una gigantesca criatura que es más
agua que otra cosa, se deslizó hasta la pequeña puerta y se metió dentro.
Estaba, más que nada, vacía: sólo había un par de libros heréticos allí, la
clase de cosa que no quieres que nadie descubra en Prosperidad. Cerré la
puerta, volví a taparla con la alfombra, y luego me acosté en la cama, mirando
hacia la ventana cuando escuché pasos acercándose por el techo.
-Niño- era la voz de una mujer, colgada del techo
de mi torre y aterrizando en el alféizar de mi ventana-¿Qué haces con la
ventana abierta?
-Creí que era un simulacro... - dije, con la voz
apagada y todavía con la adrenalina golpeándome las sienes.
-Pues no lo es, imbécil- me espetó la Destripadora,
y dos de sus compañeros, con las mismas ropas y armas en las manos, aterrizaron
a su lado.
-¿Has visto a uno de esos monstruos pasar por
aquí?- preguntó uno de ellos, aunque la oscuridad era tal que no supe cuál de
los dos.
-Vi algo pasar rápido por mi ventana, y luego
aparecieron ustedes... eh... ¿cuántos son?- el miedo no era fingido: sabía las
historias que se contaban de quienes desafiaban a los Destripadores de
vampiros, y de repente, parecía bastante real.
-Más que suficientes para destrozarte- dijo la
mujer, y me miró fijo -Mantén cerradas las ventanas, niño. No quisiera tener
que encargarme de ti.
-Nononononononono, ya la cierro- dije,
sobresaltado.
Cuando los tres se retiraron, cerré los postigos y
la ventana, sintiendo cada uno de mis pasos sobre el piso de madera. La
trampilla tenía un pasador pesadísimo de hierro, y con el día acercándose, su
extraño ocupante no debería tardar mucho en dormirse.
Maldito afortunado.
A la mañana siguiente, pasé por sobre la alfombra
como todos los días, sabiendo que allí abajo había un vampiro, uno de los
tantos cucos que usaban para asustar a los niños. Yo, en ése entonces, tenía
doce años, y hacía tiempo que pensaba que esa clase de cosas no eran más que
tonterías para madres y, en especial, padres que no saben cómo criar a sus
hijos, pero la realidad decía otra cosa. No iba a correr a la catedral a
encomendarme a Dios y decirle al cura que me había convertido, que sí creía,
que había sido iluminado. No, el miedo no bastaba para hacerme renunciar a la
razón.
Cuando faltaba una hora para que el Sol se
escondiese en el horizonte, los muros ya proyectaban largas franjas de
oscuridad sobre Prosperidad. Ese día, durante la escuela, participé en las
charlas con otros niños sobre lo que había pasado anoche. Una niña dijo que
había visto a tres vampiros. Otro muchacho dijo que vio cómo atrapaban a uno,
después de eliminar al otro. Se tomó su buena media hora de fama explicando con
pelos y señales cómo la Destripadora lo había convertido en polvo. Conté algo,
lo que podía claro está, pero el miedo todavía me sacudía a veces.
Una hora antes que cayese el Sol, destrabé la
trampilla y salí de la habitación de mi torre, trabándola con las tres
cerraduras que tenía. Si ese vampiro era tan fuerte como pensaba, no tendría
problema alguno en romper las cerraduras, o la puerta, de una patada, pero
confiaba en su sentido de la supervivencia. Quizás por eso no me había matado.
Así que pasé las dos horas siguientes ayudando a mis tías con las tareas de la
casa, diciéndoles que estaba todavía algo asustado y quería estar un rato con
ellas.
Esa noche, cuando volví a mi habitación, el
compartimento bajo la alfombra estaba vacío.
Poco después, volvió Martín.
Después de casi un mes de ausencia, cayó en casa
como un meteorito, un domingo, con un hombre mayor y una nena que parecía de
primaria. Mamá, confundida en su nuevo papel de
esposa-trofeo-accesorio-del-marido, no sabía qué decir, y Alana se limitó a
mirar a Martín durante su insulsa presentación. Dijo que eran un socio nuevo, y
que se quedaría unos días en casa con su hija. Después los llevó hacia una de
las habitaciones de huéspedes que utilizaba cada muerte de obispo, y ordenó a
todo el personal que fuesen su prioridad. Tuvieron casi dos horas para
acomodarse en su nueva habitación, ordenándole a media docena de criados
propios que trajesen una montaña de valijas que casi no entró por nuestra
puerta. Martín les hablaba en inglés, en uno muy bueno, pero en determinado
momento la nena balbuceó algo que me sonó familiar.
A finales del año anterior había comenzado y
terminado el curso introductorio de chino. La que dictaba el curso me dijo que
podía pasarme al curso avanzado, y acepté: una semana después de iniciadas las
clases volvería al estudio del idioma, y eso estaba a dos meses de distancia.
Lo que más me faltaba era pronunciación, así que me bajé unas películas chinas
subtituladas y las miré, más que nada, escuchándolas. No era lo mejor, pero la
única china que había conocido era la profesora de idioma que dictaba el curso.
Hasta ahora.
Durante el almuerzo, la nena dijo algunas cosas en
chino, y yo le contesté lo mejor que pude. Ante la primera sílaba, tanto su
padre como la nena me miraron, uno con la asombrada calma de un adulto y la
otra sonriendo de oreja a oreja. Alana me miró y sonrió, mamá parecía cada vez
más perdida y Martín sonrió despacio. Mei, así me dijo que se llamaba,
preguntaba cosas simples y me miraba, riéndose.
Durante los días siguientes, hablé con Mei tanto
como podía, y ella me enseñaba algunas palabras que usaban en el lugar donde
vivía, Beijín. Su padre salía a trabajar temprano a la mañana y volvía de
noche, cuando volvía, así que ella se me pegaba y hablaba. Pensé que iba a ser
una "pequeña emperatriz", pero su compañía resultó bastante
agradable. Me habló de su casa en Beijín, de sus viajes, de su escuela y de
otras niñas, de lo que veía en su país y de lo raro que le parecía cuando iba a
otros sitios y la gente no se portaba igual que en China.
Mei y su padre, con un apellido que nunca me
acuerdo, se fueron el sábado siguiente, con su montaña de valijas y su media
docena de sirvientes. Luego de intercambiar palabras formales, volvieron a su
viaje de negocios, y Martín fue a acompañarles al aeropuerto. Al volver,
sonriendo como un felino y frotándose las manos, me felicitó, diciéndome que su
socio estaba muy feliz de ver que en casa de su nuevo socio había gente que se
interesaba en su cultura. Esquivé sus intentos de palmearme el hombro, y lo
miré fijo, sin los anteojos de Sol de por medio. Sabía lo nervioso que lo ponía
cuando lo miraba así, con mi ojo derecho azul y mi ojo izquierdo verde, y que
era la única forma en que entendía cuando algo no me gustaba, y no era un
capricho.
-Martín, no lo hice por vos. Lo hice porque me
gusta el idioma- le dije, despacio.
-Ese es el espíritu de los negocios, el hacer
relaciones... - empezó, algo nervioso. No lo inquietaba el dar discursos frente
a miles de personas, ni le temblaba el pulso al despedir a otras miles, pero el
ver mis ojos era otro tema.
-No fue una ayuda para tus negocios, fue una ayuda
para mí y el idioma que estoy aprendiendo. No me metas en eso.
-¿Y qué pretendés hacer cuando crezcas, enano?-
seguía nervioso, pero ahora pasaba al estado nervioso-enojado.
-Todavía no sé, pero no pienso seguir tu negocio.
Voy a ser como papá.
Pasaron un par de años, y Prosperidad siguió más o
menos igual, entre "ataques" y pocas novedades más. No volví a saber
de otra intrusión de vampiros en la ciudad, quizás porque habían reforzado los
muros y acallado con miedo las voces que opinaban en contra. Curiosamente,
empezaron a descubrirse que personas que vivían en Prosperidad eran aliados de
los terribles y horribles vampiros, y siempre eran voces de la oposición.
El procedimiento era siempre el mismo: tal persona
opinaba que X medida no era tan buena como se decía. Tal persona desaparecía
uno o dos días. Tal persona era encontrada culpable de vampirismo, atada a un
palo en la plaza pública (lo que siempre me recordaba a los palos mayores en
donde se ataban a los prisioneros para darles de latigazos, en las historias de
piratas), y se la dejaba allí, chillando hasta el amanecer, cuando el Sol
asomaba sobre las murallas y convertía a tal persona en cenizas. Tal persona
parecía ser humana antes de desaparecer, y algo deforme y embrutecido cuando
estaba atada al poste. Si me quedaba alguna sospecha que los Destripadores
habían logrado encontrar una forma de reproducir el vampirismo, o de imitarlo
como un mal artesano intenta copiar algo hecho por un maestro, eso las disipó.
Y me ponía nervioso.
La gente nerviosa, o asustada, comete errores, y el
saber que un vampiro se había llevado los únicos libros heréticos que había en
casa no me pareció tan malo. Levándose la evidencia consigo, si lo atrapaban,
las culpas caerían sobre él. Yo había sido lo bastante listo como para no poner
mi nombre en ningún lado de los libros, y tampoco intenté buscar más volúmenes
comprometedores. Seguí dándole vueltas a mis ideas en mi cabeza, anotando
palabras clave, como ideas de poesía en un cuaderno que dejaba en el cajón de
mi mesita de noche. También anotaba mis sueños, en los que un mundo verde y
lleno de agua predominaba.
Mis tías habían vivido en esa época, poco menos de
medio siglo atrás.
Había sido una época en donde los bosques aún no se
habían extinguido, sólo un tercio del planeta era tierra, el agua salía
libremente de las canillas y no había límite para lo que podías utilizar. Ana y
Liliana, mis dos tías, eran gemelas, y me contaban entre risas cómo alquilaban
un bote para ir al medio del lago y leer novelas prohibidas para su edad. Cada
una con un remo, con sus parasoles de la época de sus abuelas sobre sus cabezas
y un libro sobre las rodillas, se pasaban horas leyendo y comiendo deliciosas
galletitas, absortas en el universo del libro sin salir físicamente de ése en
el que habían nacido.
Luego vino la enfermedad, que no me sorprendió
demasiado cuando me enteré que había sido una de esas que se inventaban cada
año para mantener en crecimiento la industria farmacéutica. La enfermedad se
salió de control, y en menos de un mes, el noventa por ciento de la población
había caído. Se tardó poco en descubrir que quienes lo habían ideado todo, los
más ricos y poderosos, ésos de los que no se sabe el nombre ni el rostro pero
se siente su influencia, habían caído luego de una larga agonía. El dolor debió
haberles devuelto su empatía, ya que transmitieron a todo el mundo su
arrepentimiento, como si fuesen humanos en vez de lo que habían sido antes de
esa enfermedad.
Lo único de utilidad que dijeron fue en dónde
obtener recursos para sobrevivir. Algunas personas se mataron las unas a las
otras en luchas por el poder. Otras se suicidaron, y unas pocas lograron llegar
a los puntos de salvación y organizar asentamientos, que luego fueron mutando a
pueblos, y más tarde a ciudades. Debido a la apabullante merma en la población,
los recursos eran abundantes, y las personas que tenían conocimientos se
hicieron indispensables. De nada servían las computadoras, u otros elementos
electrónicos: todo lo que tenía chip se había destruido, o lo habían destruido
por control remoto. Era evidente quiénes, aunque no se supo nunca el verdadero
motivo por el que alguien con tanto poder y dinero destruiría desde
computadoras hasta relojes. Nadie tenía ganas de recordar a los conspiranoicos
que afirmaban que todo lo electrónico a nuestro alrededor eran aparatos
demoníacos por medio de los cuales nos controlaban el cerebro. Fue un momento
de locura de los poderosos, y ahora que no había cabezas para hacer rodar,
surgieron nuevas para liderar.
Un par de meses después nacía mi madre.
Y, treinta y un años después, nací yo.
Mis tías decían que su vida era dura, pero yo no
conocía otra.
Ir a la escuela, escuchar a profesoras derrotadas y
hambrientas, oír las tonterías de los niños a mi alrededor, de nuevo escuchar
los discursos del único hombre gordo de Prosperidad, el regente, ayudar en lo
que podía a mis tías, estudiar, ir a dormir y soñar con el mundo que era más
agua que tierra, y así todos los días. El pescado, eso que mis tías recordaban haber
comido, era algo tan extraño para mí como el suelo de Marte.
Extraño/alien, je.
Lo que sí tenía en casa eran libros.
Libros viejos, polvorientos, con hojas quebradizas
y un olor a polvo y chocolate, según me decían mis tías. Fuera lo que fuese, ese
"chocolate" debía ser delicioso. Allí podía leer la vida antes de la
guerra, antes de la enfermedad que la hizo mil veces peor, antes que el agua
decidiese que no la merecíamos y se fuese a no sé dónde, cual ser pensante o
como algo con memoria (algo tan ridículo como la existencia de un ser en el
cielo que te castigaba para toda la eternidad si no le alababas como único
motivo de tu ser). La guerra fue primero, la enfermedad sembró la locura y la
muerte en quienes arrojaban bombas y manejaban los vehículos que transportaban
soldados, seres que devoraban todo lo que encontraban cual termitas
enloquecidas en un bosque virgen, dejando a su paso muerte, destrucción y
futuros segados.
Sep, creo que mis tías me aleccionaron bien.
Aunque a veces sospechaba que no estaban del todo
en sus cabales, por lo general eran mucho más lúcidas que la inmensa mayoría de
las personas con las que interactuaba a diario. En algunas casas se
enorgullecían de no haber leído un libro en su vida. Sabiendo lo esencial que
había sido el conocimiento en la época de la organización post-apocalipsis y
los primeros años, semejante postura sólo podía tildarse de imbécil. O quizás
fuese miedo, ya que la mayor parte de los libros estaban en poder del regente.
Ni siquiera él se atrevería a quemarlos, ya que allí estaba el conocimiento,
pero no permitía que nadie le echase siquiera un vistazo a la bóveda que era su
biblioteca.
Cada día se parecía más y más a un cerdo, como
aquél de la granja de animales. Su gordura aumentaba, acaparaba los libros de
los "disidentes", aunque no creía que los leyese. Tardaba cinco
minutos en leer un párrafo de diez líneas, y los niños de primaria tardaban
menos de la mitad. No comprendía por qué no usaba los libros, el conocimiento,
ese poder que pocos tenían, para su provecho. No iba a sugerírselo, claro está:
dentro de los muros había escasez de libros, pero fuera de los muros había
desierto. El enfrentarse directamente sólo haría que me exiliasen, y yo nunca
había salido de los muros de Prosperidad solo, siempre en grupos con la escuela
o en el Día de Agradecimiento, en donde dábamos las gracias por vivir un año
más. Siempre acompañados por su numerosa fuerza de seguridad personal, y
siempre había algún "incidente" en la que se mostraba cuán capaces de
matar eran dichas fuerzas. A veces moría más de un alumno por vez, siempre los
menos capaces mental o físicamente. No había lugar para quienes no podían
trabajar. La pereza, eso que las mitologías antiguas decían que era
"pecado", era inexistente ahora.
El inglés era mi segunda lengua.
No por Martín, claro que no, sino por los foros.
Cuando era más chico, encontré un dibujito animado
que me encantaba. Vi un solo capítulo en castellano, y después esperé tres
semanas a que lo volvieran a pasar. Me fijé en el sitio web, envié correos
electrónicos al canal, y me respondieron que no iba a ser transmitido porque el
piloto había tenido muy baja audiencia en Latinoamérica. En ésa época, mamá y
papá todavía estaban casados y yo me portaba más o menos bien, así que no les mandé
un correo electrónico con todo lo que pensaba. En vez de eso, agarré y busqué
la serie original con subtítulos en español (latino o el que encontrase). Y no
había subtítulos en castellano.
De todos modos, me bajé las primeras tres
temporadas de la serie y me vi la primera en un día. No entendía ni la mitad de
lo que decían, pero no me rendí y busqué subtítulos en idioma original, es
decir, en inglés, y me puse a traducirlos. Lo que no entendía iba a un
traductor en línea. Y cuando al fin pude entender el inglés hablado, aunque sea
el de los dibujitos, me metí a un foro que había encontrado mientras buscaba la
serie, y empecé a postear.
Se dieron cuenta enseguida, claro.
Me preguntaban de dónde era, pero nunca les dije, y
al final terminaron por cansarse. La serie duró trece temporadas, y al final
podía entender el inglés como segunda lengua. Cuando terminó la serie yo ya era
hijo de padres divorciados y Martín ya estaba instalado en casa. Fueron ocho
años de entender un idioma que no era el mío, de hablarlo, escribirlo y
entenderlo al punto que pensaba en inglés por horas antes de darme cuenta.
No se lo dije a nadie, pero Alana debía sospechar
algo.
Por supuesto, la paz no duró.
Todo empezó cuando un enviado del regente fue a
"proponerles" a mis tías que le dejasen su negocio al gobierno. No
usó esas palabras, pero sus intenciones eran claras, y la respuesta de mis tías
fue bastante ambigua. Habían dominado el arte de las palabras años atrás,
alimentadas por las horas pasadas leyendo libros, y pensé que no pasaría a
mayores. Después de todo, si bien no eran las únicas boticarias de la ciudad,
sí eran las mejores, y nuestra clientela no se quedaría tranquila si algo les
sucediese.
La redada fue doce horas después.
A las tres de la mañana, cuando la gente de Prosperidad
daba por sentado que no habría rondas de patrullaje, tres Destripadores
hicieron pedazos los cristales de mi ventana y entraron a mi habitación. En
menos de un segundo, me inmovilizaron contra el suelo y uno me pegó una patada
en la cara. Creo que me desmayé, porque lo siguiente que recuerdo es
despertarme en lo que parecía ser una caja.
Era un cubo de metal, con barrotes en un lado y
paredes sólidas en las otras cinco. El aire era húmedo y caliente, y el pijama
se me pegaba a la piel. La poca luz que había parecía proceder de una pequeña
ventana, fuera de mi vista, y alcancé a ver un vértice de una caja similar a la
que yo estaba ocupando. Todas de un metro cúbico, vacías y amenazadoras. Me
hizo pensar en un depósito de animales.
Fue por la luz de la ventana que supe que había
pasado un día y una noche. La vi desplazarse con la lentitud de una hormiga por
el piso de cemento, las cajas-jaula, las paredes irregulares y el techo con
vigas. Luego, desapareció, y yo, sediento y confundido como estaba, empecé a
pensar que se habían olvidado que me tenían allí. Los pasos de varias personas,
el chirrido de una puerta que no podía ver y pasos acercándose a mi caja-jaula
me demostraron lo contrario.
Reconocí el sonido de esas botas sobre el cemento,
ya que había solo una clase de persona que podía usarlas: los Destripadores. Ni
siquiera se me pasó por la cabeza que pudiesen haber venido a rescatarme. Un
golpe en el techo de mi prisión me sobresaltó, y dejé escapar un pequeño grito
de sorpresa. Luego, tres Destripadores asomaron sus cabezas del lado de los
barrotes. Reconocí a la mujer, y supuse quiénes eran los dos hombres.
-¿Así que tú eres el freak?- preguntó la mujer.
Freakie,
rarito, weird one, sí, capto.
Esto ya me sonaba a distopia en trilogía, pero la
edad del protagonista, o del narrador si es que eran dos personas distintas, me
hacía dudar. Gengi no se resignaba, y Howard parecía querer morder a varias
personas. Quizás por eso lo encerraron en una jaula.
Luego de lo que me pareció una eternidad, cuando
perdí la cuenta de las veces que me habían pinchado con agujas, me dejaron en
una habitación tan blanca que me era imposible mantener los ojos abiertos.
Estaba atado con correas a una camilla, y la Destripadora que había visto
antes, que me recordaba a una araña por sus brazos largos y su pelo corto y
negro, se aprovechaba de ello.
Me hablaba en un idioma que no entendía, pero hasta
para mí, que apenas había entrado en la pubertad unos tres años antes, era
evidente lo que quería decir. Durante la primera semana se limitó a hablarme
con lascivia, goteando en cada palabra como si fuese veneno. Escuchaba sus
pasos sobre el piso, incapaz de verla en todo momento por mis ataduras, y sus
palabras llenas de algo tan asqueroso que no pensé que pudiese existir. Pero en
este mundo lleno de humanos, cuando se está rodeado del infierno, a veces te
conviertes en un demonio, y esta mujer se regodeaba por eso.
Esa fue la única vez que el regente hizo algo que
me benefició.
Fue un beneficio mínimo en comparación a lo que
hizo después, pero es lo único remotamente positivo que hizo en toda su vida.
Al día siguiente que esa mujer intentase besarme a la fuerza, diciéndome que
ese era un beso de adulto y que el resto lo haríamos después, ordenó mi
destierro.
A las arenas del desierto.
-¿Qué pasó?- la voz me sonaba distinta, y hasta yo
lo notaba. ¿Por qué no podía terminar de crecer de una vez, en lugar de hacerlo
en cutas y pedacitos?
-Vaya, me has desbloqueado- la voz de Mirian no
parecía resentida, sino casi divertida -¿A qué se debe la indulgencia del
reino?
-Nena, no sé qué mierda pasó que, de golpe y
porrazo, desapareces.
-Ya te deben de haber dicho algunas cosas.
-Pero eso dicen ellos. Por eso te llamo.
Hizo una pausa.
-Estafaron a mi padre. Congelaron todas sus
cuentas, secuestraron nuestras propiedades, y las de mi madre también. Así que
ahora estamos viviendo en la casa de verano de unos parientes.
-¿Eso es todo?
-¿Qué querés decir?- ahora empezaba a sonar
enojada.
-Es decir, pensé que había pasado algo como un
asesinato o algo horrible.
-Esto no es un paseo, nene.
-Sí, eso lo entiendo- Gengi frente a su casa en
llamas. Howard en la caja-jaula -Es decir, entiendo que sea algo horriblendo,
eh...
-¿Horriblendo?
-Horrible y horrendo, todo junto. El tema es que
pensé que había muerto alguien de tu familia, o algo así, o que había pasado
algo parecido, eh...
-Muchos "eh".
-Sí, eso, y resulta que eh...
Miriam se rió.
-¡No te rías, che, que intento saber qué te pasa!
-¿Qué me pasa como los otros, o qué me pasa como
vos, como vos solo y no como parte de ellos?
-¿Pasa algo conmigo? No, pará, ¿TE pasa algo
conmigo?
-No que yo recuerde, a menos que cuenta cuando te
dije que no iba a traducirte un libro entero.
-Ah, eso. Ya lo traduje.
-¿Del chino?
-Y síp, si no, no me ganaba mi premio.
Y ahí me preguntó si era eso que tanto había
querido.
-Pero al final, no lo quise.
-¿No lo quisiste?
-No, el libro estaba bueno. Yo no sabía que había
libros buenos, y va mi hermana y me estampa ese en las manos. Y al final le
pedí el segundo libro, y estoy en eso, pero está en inglés, y...
Miriam se rió.
-Epa, podés reírte.
-Sí, me río cuando algo me hace gracia.
-Ah, ¿te gustan los chicos graciosos?
-No, me gustan los chicos sabrosos. Esos que tienen
contenido, cosas adentro, y no hablo de los órganos y la sangre y los huesos y
cosas así. Cosas interesantes, digo.
-Cosas en el cerebro.
-Sííí, un cerebro activo con varias cosas, no sólo
babas y tonterías de esas que te dan ganas de sacares el acné a cachetazos.
Ahí me puse a reír yo. Era lo más gracioso que
había oído en mucho tiempo.
-Oh, vaya, puedes reírte.
-No, eso fue una grabación de una organización
maligna para meterse en donde estás ahora y robar el elemento secreto que vos
pensás que es algo común y corriente. Ahora te lo digo porque ya está hecho, y
no hay forma en que puedas evitarlo.
-¿En serio? ¡Qué curioso! Porque en este momento
estoy en el medio del espacio, en una cápsula extraterrestre, a punto de crear
una nueva raza...
Luego de lo que me pareció una eternidad, me
sacaron a empujones de la habitación blanca y me arrojaron lo que pensé que
eran simples trapos. Pero al verlos mejor, vi que eran la clase de ropa que
usaban los mendigos de la ciudad, aunque esta no apestaba a humano. Me
arrancaron la bata que había sido mi vestimenta hasta ese momento, y me vestí
tan rápido como pude, consciente que esa mujer estaba allí y deseaba verme
desnudo.
Me metieron en un saco de tela rugosa, y luego me
arrojaron sobre lo que parecía ser el piso metálico de un vehículo. Quizás, en
la época de mis tías, hubiese escuchado el motor al arrancar, pero el
combustible fósil era algo del pasado, y este vehículo, como todos los que
existían en Prosperidad, funcionaban a pedal. Sentí el sacudón inicial cuando
los dos pedaleros empezaron a mover el vehículo al mismo tiempo, y el chirriar
de una puerta metálica al abrirse fue mi única advertencia antes de partir.
Luego de unos minutos, sentí un repiqueteo familiar: había sólo un camino
empedrado en Prosperidad, y era el que llevaba a las puertas principales. Me
pregunté si me expulsarían desde allí, pero luego cambiaron el curso y
regresaron al ritmo que da la tierra en los secos días y las frías noches de la
zona.
Del vehículo a pedal pasé a algo vivo, y me asusté.
Caí al suelo con un quejido, y alguien me propinó un par de patadas. El
relincho del animal y el repiqueteo de los cascos me indicó que era un caballo,
y sobre él volvieron a colocare, atándome para que no escapase. Había varas
personas en caballos a mi alrededor, y después de un galope que me hizo
desearle a los caballos un destino delicioso en un asador, el grupo se detuvo.
-Aquí te quedas- me dijo una voz masculina que no
reconocí, seguida por una patada en la espalda y el sonido de los caballos
alejándose.
Respiré el polvoriento aire del desierto.
Luego de semanas de no pararme, mis músculos no
estaban del todo acostumbrados a funcionar como deberían. Sin embargo, los
forcé a moverse, buscando la forma de salir de ese saco. Resultó que había una
parte en donde se había rasgado, quizás debido a las patadas, y empecé a tirar
de la abertura. La arena estaba fría. No soplaba viento en el medio de las dos
dunas entre las que me habían arrojado, y no veía nada familiar. Moviéndome
como podía, escalé la duna más pequeña, maldiciendo el tener los pies descalzos
y las manos desnudas, e intenté pararme una vez llegado a la cima.
Desierto.
Kilómetros y kilómetros de desierto, y allí arriba
el viento sí soplaba. Alcancé a ver lo que podrían haber sido las huellas de
los caballos, pero en unos segundos ya se habían borrado. Además, no había
garantía que hubiesen ido en línea recta. Volví a por el saco, desgarré varias
tiras y me envolví los pies, intentando alejarlos lo más posible de la arena.
Era el medio de la noche, y el frío me hacía tiritar, junto con el miedo por lo
que había pasado y la incertidumbre por lo que podría pasar.
Intenté caminar hacia una dirección al azar, sin
saber si volvería a Prosperidad, y qué haría si lograba llegar a sus muros.
¿Alguien sabría lo que había pasado en casa? ¿Habían descubierto que había
ayudado a un vampiro a escapar? ¿Que había mentido a un grupo de Destripadores?
¿Mis palabras habían traído la desgracia a mi casa? ¿Mis tías estarían en
libertad, al menos, física? ¿Las habrían forzado a hacer cosas horribles? ¿Y los
vecinos?
¿Por qué no me habían asesinado, como todos y cada
uno de los disidentes hasta el momento, quemado por los rayos del Sol?
La noche se hizo más oscura, las estrellas se
volvieron más brillantes, y el viento arreciaba como si el regente lo enviase
para castigarme. Me dolía el cuerpo, mis pies estaban lastimados, y temía la
llegada del día. Sin agua, sin sombra, y temiendo que el viento se volviese una
tormenta de arena, mi única salvación parecía ser el moverme. Si paraba, el
agotamiento y el dolor me alcanzarían, me envolverían en sus brazos y me harían
caer, sentándose sobre mí con todo su peso.
Tropecé.
Mi pie chocó contra algo duro que la arena apenas
cubría, y sentí que el dolor estaba bañado por la humedad de mi sangre. Tal y
como temía, mi cuerpo recordó que tenía peso, y me lo hizo sentir con creces.
Tragué arena, tosí, intenté protegerme la boca y la nariz de la arena con mis
manos, pero no sirvió de mucho.
Sintiendo el primer trueno a la distancia, deseé
creer que había un lugar mejor después de la muerte, aunque sabía que no había
evidencia alguna de eso. Y, de existir, mi negativa a someterme a los mandatos
retrógrados e irracionales de la doctrina me hubiese negado la entrada. Yo era
un ser racional, y asumía mis responsabilidades. En ese momento, deseé poder
haber vivido más, haber sido de mayor ayuda, un niño más alegre para mis tías,
uno que no hubiese traído la desgracia a su casa. Deseé que el regente cayese,
como el bodoque de grasa que era, rodando por sus lujosas escaleras y se quebrase
el cuello, dejando en paz a Prosperidad. Deseé que los niños y niñas de la
ciudad pudiesen tener un mejor futuro que el servil destino al que aspiraban
quienes sobrevivían a su escolaridad.
Cuando el viento me golpeó, sentí que me sacaría la
piel a tiras. El azote del viento y la arena habían vuelto casi insensible mi
cuerpo, y en mi boca tenía más arena que otra cosa, cuando percibí que alguien
me levantaba. Medio enterrado, vi mis brazos colgar sobre el suelo, y creí ver
un par de piernas que no reconocí. Luego, movimientos bruscos, y un golpe que
me hizo perder el aire de mis pulmones. Velocidad. Dejaba atrás la tormenta,
que ahora me perseguía. No tenía fuerzas para levantar la cabeza, y pronto me
perdí en el alivio de la inconciencia.
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